La Piedra Negra
- Yo pienso, amigos míos, que todo viaje en el espacio es un viaje en el tiempo pero, a la vez, implica otro viaje hacia el interior del viajero, un redescubrimiento del yo, que retornará hacia el exterior expresando un ser nuevo, renovado, más natural en su carácter e idiosincracia, más espontáneo. Como el canto rodado moldeado por el rio de la vida. Lo veo como al explorador de nuevas tierras y aún como al guerrero que avanza por territorios hostiles, siempre alerta a cualquier señal, al más leve cambio. Si me permiten la pedantería, para mí el viajero, consciente o no de ello, se mueve en seis dimensiones: las tres espaciales y tres temporales: pasado, presente y futuro, entendiéndose este último como un devenir intuible para la imaginación humana.
- Sería, sir Albert, lo que se entiende comúnmente como el viaje iniciático, donde no sólo se descubren paisaje y paisanaje sino que el viajero acaba conociéndose a sí mismo, en el sentido délfico del poeta de Sición: "Conócete a tí mismo".
- Desde luego, amigo Rabindranath. Odisseus, Jasón o Jenofonte fueron sobre todo viajeros, y también Heródoto, Pitágoras, Aristóteles o Platón. Y además apátridas pues, como hombres universales, su patria era su cuerpo, el vehículo a través del cual el yo se expresa y se reconoce. El hombre, la humanidad entera, crece exponencialmente en la misma medida en que se amplia su comprensión del mundo. ¿Está usted de acuerdo, Mohandas?
- Óbviamente, aunque jamás habría podido expresarlo como usted. De la importancia de esta concepción del viaje, una metáfora de la propia existencia humana, da testimonio la amplia proliferación, desde muy antiguo y en todas las religiones, de santuarios y centros de peregrinaje. Ya el Eanna de Súmer, templo de Anu, señor del cielo, y de su madre-esposa-hija-hermana Inanna, era objeto de peregrinación, hace más de cinco mil años.
- ¡Ja, ja...! Ciertamente, pero no es de extrañar conociendo la publicidad de sus tres clases de hetairas, aparte eunucos y prostitutos... Algo así como Baden-Baden o Bad Ems pero con menos moralina si cabe...
- La Casa del Cielo es el primer nombre de burdel conocido, ¡el primogénito!
- Seguro que los hubo mucho antes pero les hemos perdido la pista, Rabindranath.
- ¿Un poco más de té, sir Albert?
- Desde luego, ¿Es té verde de auténtica camelia o me lo parece a mí?
- Tiene usted buen paladar, sir Albert, es té de camelia cultivado en Santiniketan.
- Tan delicioso como todo lo que Rabindranath Tagore toca.
- Dé las gracias a las cultivadoras que me regalan de su cosecha para que la comparta con nuestro amado mahatma, pues yo poco sé de su cultivo y cuidados. Y ya sabe que Mohandas prefiere la rauwolfia.
- Hace mucho tiempo que me la aconsejaron y me ha ayudado mucho cuando he estado debilitado -y casi anémico- por los prolongados ayunos. Ahora se ha hecho casi imprescindible para mí, como el bhang para los sivaítas.
- Pues poco, muy poco, se parece usted a los discípulos de Shiva. Creo haberle oído cantar pero jamás, hasta la fecha, bailar.
- Me verá usted bailar, quizá, el día en que la India sea libre e independiente.
- Cuando hablaba usted del viaje me ha recordado una curiosa experiencia que me aconteció en Sudáfrica, hará unos treinta años. Yo me hallaba en una esquina, con un fajo del periódico que publicábamos para la maltratada y explotada comunidad india, cuando se detuvo ante mí un hombre extrañamente vestido. Sobre la típica chilaba musulmana llevaba una chaqueta de cuero viejísima, con capas de mugre seca como círculos de tronco arbóreo que rememoraran difíciles años de supervivencia. No obstante él se veía tan limpio y recién lavado como pulcra y raída la chillaba, que había cortado a la altura de los muslos y llevaba embutida en unas botas de montar, zurcidas y remendadas, que le llegaban hasta las rodillas.
- Curioso personaje.
- Usted verá. Mientras le observaba algo desconcertado él sonreía a medio paso frente a mí, leyendo un titular del diario que yo sostenía en las manos...
- ¿En hindi?
- Sí, sir Albert, en hindi. Cruzamos la mirada y, sin dejar de sonreir, me dijo con un acento digno de Nueva Delhi o Baranasi: “Verdad es que ninguna piedra brillante, por grande o valiosa que sea, vale lo que la vida de un hombre, por pequeña que sea".
- Deducimos el titular de su periódico.
- Sí, es fácil inferir que Sudáfrica, diamantes y explotación van siempre juntos. Entonces añadió: “Pero una piedra oscura como la ignorancia rasgó el himen de nuestra madre pura, la fecundó y por ella somos hoy todos hermanos”. Vacilé pensando en el sentido de sus palabras y, al verme dudar, continuó:
- “El cielo es misericordioso y, cuando la muerte parece dominar la vida y el mal al bien, mana de su corazón la semilla de la nueva sangre, de la regeneración o, dicho en palabras de hoy, de la revolución. Así fue y así será”.
- No acabo de comprenderos, amigo –reconocí mientras le ofrecía mi mano. Él la estrechó con energía y me dijo su nombre: Abu Arslan Kavir Gamil.
- ¿Turco quizás?
- Ciertamente, como casi toda Asia. Aunque al ser interrogado sonreía y afirmaba: “Montañés, un montañés que recorre las llanuras del viento”. La conversación se hizo tan agradable que le invité a tomar una taza de té en mi choza, lo que aceptó encantado. Insistió en ayudarme a cargar el fajo de periódicos, pese a mi resistencia, y caminamos en silencio pues el peso era considerable; no se leía mucho... Él leía mientras el de encima desaprobando con gestos de cabeza los dolorosos hechos que allí denunciábamos y de los que ustedes están sobradamente enterados: africanos, hindúes, chinos y musulmanes éramos carne esclava para holandeses y británicos.
- Y siguen todavía.
- Especialmente los africanos que debieran ser dueños de su tierra.
- Igual pasa en la India.
- Y, bien mirado, hasta en Inglaterra y las “civilizadas” monarquías occidentales, todas de origen extranjero y emparentadas entre sí.
- Es una verdad tan obvia que muy pocas veces se tiene en consideración, sir Gandhi.
- El amigo Kavir me narró más tarde retazos de su venturosa historia. Había nacido en un lugar del centro de Turquía próximo a la famosa ciudad de Konya pero ni en aldea ni en casa alguna sino en un antiquísimo santuario excavado en la roca en el que grandes y misteriosos bajorelieves se habían esculpido, al parecer una procesión de príncipes, reyes y dioses.
- Podría tratarse del famoso santuario hitita de Yazilikaya, sólo que éste se halla al descubierto.
- Bien, según Kavir un terremoto terrible se produjo a la semana de su natalicio y derrumbó la cubierta rocosa del santuario, descubriéndolo a los ojos del mundo.
- ¡Vaya presagio!
- Lo mismo exclamé yo, Mr. Einstein, y Kavir afirmó que un derviche le había vaticinado a sus padres el seismo y su significado: El niño que había de nacer revelaría al mundo los arcanos más secretos y ocultos.
- ¡Ingente tarea, considerando la magnitud de nuestra ignorancia!
- No parecía muy acongojado por ella, antes al contrario, manifestó: “Cada respuesta tiene su pregunta y cada duda su certeza, sólo hay que interrogar a quien sabe y ser amplio de mente para comprender los muchos sentidos de la respuesta”.
- Elemental, cuando se tiene a quien preguntar.
- Para él, sir Albert, la boca está en todas partes, aguardando la pregunta para responder.
- Dios, claro.
- Más bien no, para Kavir. Se reía abiertamente de dios, como el budha Gautama no concebía la existencia de un creador y aún menos de un guía; hablaba de “los dioses de los hombres” como de una parte más de su indumentaria, un elemento de la moda temporal que viven todas las sociedades ricas, como un peinado o un sombrero femenino que se desecha y se cambia por uno nuevo cuando pierde su atractivo. Para Kavir las religiones eran la justificación absurda del poder y gobierno irracional que domina el mundo, donde unos pocos sin más méritos que sus fortunas, siempre de origen criminal por robo, expolio, explotación o saqueo, mantienen privilegios intolerables y títulos con los que manejan a su antojo las sociedades que ellos mismos califican de democracias y civilizadas. Para esas gentes sin escrúpulos cualquier avance en la educación de los pueblos es un grave peligro para sus intereses, es por ello que sus sacerdotes controlan las escuelas y las mentes de sus alumnos y ponen tanto afán en mantener la educación en niveles anacrónicos y dogmáticos más que científicos.
- He de reconocer, a mi pesar, que no le faltaba razón a vuestro amigo.
- También yo tuve que aprobar sus palabras y reflexionar después sobre ellas, mahatma. Tal vez fue él quien me inspiró la idea que germinaría en mi novela Gora.
- Tiene usted razón. Yo sentí esa duda existencialista en Gora cuando leí su magnífica narración.
- Gracias, sir Albert... Kavir era un gran viajero y conocía muchos lugares remotos de Asia, así como muchas de sus lenguas y tradiciones. Como los contadores de cuentos de los antiguos bazares y zocos de Samarkanda, Basra o Kashmir encadenaba una historia con otra anécdota que a su vez llevaba a otra misteriosa plaza y a un nuevo hechizo literario.
- Deléitenos con alguna, por favor, Rabindranath.
- Recuerdo una procedente de los valles de la Ferghana, donde nacen los caballos del cielo y el Syr Darya, río que nutre el mar de Aral. Allí, según uno de sus relatos, de los puros cristales de hielo de las altas cumbres, nacieron los primeros hombres que eran luminosos y transparentes, como gotas de luz. Danzaban por el aire flotando libremente, a voluntad o al albur de los vientos. Sus palabras eran rayos de luz y sonido, vibraciones emanadas en todas las direcciones del mundo, hermosas y brillantes, y más que definir o calificar comunicaban la esencia misma de lo descrito, su emoción, actuando como la música directamente sobre el espíritu.
Se desarrollaron y llenaron el espacio, diferenciándose tal cual los colores del arco iris se distinguen unos de otros, alimentándose de los gases que envuelven la tierra. Así devinieron grávidos y ocuparon océanos y paisajes mezclando sus sonidos, formas y colores en una gama infinita que hoy se puede distinguir y admirar en la piel de cada hombre y cada mujer, en las notas de sus voces, en los iris de sus ojos, en los cuarenta tonos de verde que visten la tierra desde la cumbre al valle.
- Así, cada ser humano es una obra de arte elaborada con el esfuerzo de todas las generaciones de seres que le precedieron y resulta una pieza única e irrepetible, fruto de la experiencia y adaptación al medio exacto en que desarrolla su existencia tras 13.700 millones de años de evolución.
- Cada ser humano, cada mosca y cada pez, sir Albert. Todos somos resultado de esa adaptación, de esa misma evolución. Nosotros creemos ser la pieza más compleja, la cabeza de las especies, y tal vez seamos las neuronas de la madre tierra o su esperma generador, pero también pudiera ser que sólo fuéramos virus enormes, parásitos a los que el planeta deberá eliminar para no perecer.
- Debo reconocer esta posibilidad, Mohandas, y es algo a demostrar todavía. En muchos sentidos damos por supuestas hipótesis de lo más dudosas, no sólo dios o la línea recta, sino la misma concepción del tiempo como algo lineal e inmutable. Muchas veces pienso que no existe línea recta alguna en todo el universo, más bien lo veo como una red ondulante, olas de un mar inabarcable y en expansión, enlazada en un número indeterminado, quizás infinito en sus dimensiones, tanto espaciales como temporales. Sería la misma adaptación concreta al medio de nuestra especie, su integración en el ecosistema geográfico-cultural, lo que nos imposibilita para alcanzar físicamente espacios que nuestra estructura molecular no soportaría aunque los pensamientos, considerados entelequias de pura energía, no deberían someterse, teóricamente, a estas limitaciones.
- Básicamente esa es la esencia de la meditación yóguica o de la oración en muchas religiones. Un pensamiento que trasciende barreras físicas y alcanza universos que nuestra naturaleza humana puede apenas imaginar.
- Estoy de acuerdo pero siento que la única capaz, acaso, de oirnos es la madre tierra, y temo que el tronar de los cañones impida que el rumor de las oraciones alcance su destino. Pienso que será como la radio que siempre se confunde con el crepitar de la sartén en que parecen cocinar sus programas. Pero prosiga su interesante relato, amigo Rabindranath.
- Gracias, sir Albert.
- ¡Y dejen de llamarme sir, por favor, me hacen sentir un lord Attenborough más!
- Nada más lejos de nuestro corazón, Albert. Kavir también quería contarme una historia que a él había conmovido especialmente, la de un pastor de vacas árabe...
- ¿Hay vacas en Arabia?
- ¡Ja! Haberlas, haylas, Albert, al menos una.
- ¿Una?
- Sí este pastor tenía una sola vaca, tan vieja como él, y se llamaba Bakara.
- “Vaca”, en árabe, muy original.
- Si, Mohandas. El pastor alimentó de su leche a Kavir cuando se encontraron en algún inhóspito lugar en el camino de Bagdad a la Meca, que el vaquero recorría en cumplimiento del mandato del profeta, y aclaró que era tradición en su familia esperar a que las fuerzas flaquearan por la vejez para emprender el viaje, con la esperanza de cumplir su sueño: Morir justo ante la piedra negra.
- ¿Con qué fin?
- Sé, por amigos musulmanes, que, justo sobre la Kaaba, existiría una Kaaba celeste, lo que diríamos el sukhavatti de los budistas o su paraíso cristiano, llamado Sidrat al-Muntaha, el Árbol del Término que, como un ombligo celeste o eje universal, une el mundo superior con el inferior, como el Apolo de los helenos, que era, además del surco de tierra del labrador, el eje celestial y la misma bóveda estelar.
- De hecho, su Dios, que es el caso genitivo de Zeus, deriva del sánscrito Dyo y significaba en un principio cielo o día. Primero en masculino, luego pasó a ser femenino. Y “dhi” es pensamiento, idea. Es incluso posible que el término dharma, doctrina, sea una contracción, tan natural en sánscrito, de Dhi-arta-tama: el pensamiento más recto.
- Así la Kaaba sería un lugar donde el espaciotiempo se curvaría, comunicando sus dimensiones... !Es muy sugestiva la idea, señores, digna de ser estudiada con detenimiento y amplitud de mente!
- Sin duda Albert, pero nuestro pastor iba más lejos. De hecho era algún tipo de hereje pues lo que en realidad quería él era morir ante la piedra negra, a la que llamaba piedra madre, para, en palabras de Kavir, penetrar con su espíritu en el interior de la propia piedra, donde habitarían el profeta y todos los sabios del mundo antes habidos y, por descontado, los antepasados de Kavir que guardaban el secreto para librarse de las muchas reencarnaciones necesarias hasta alcanzar la virtud y la sabiduría. Una especie de atajo hacia la santidad. Y le contó una cosmogonía que encajaba con la del propio Kavir.
Así los seres brillantes se desarrollaron, muchos se hicieron grávidos y se unieron, por la atracción de sus propios colores, en mundos afines. Los azules se hicieron seres acuáticos; los amarillos son la arena que surgiendo del mar creó la tierra seca; los rojos son la lava ardiente de los volcanes o la llama de las hogueras. De su unión surgieron todos los seres, los primeros los vegetales, del azul de los seres marinos y el amarillo de la arena, y por ello son verdes en su naturaleza.
El egoismo de algunos seres les oscurecía frente a sus congéneres y pronto se creó un abismo entre los claros y los oscuros, y el horror, por primera vez, llenó el mundo vivo. Al verlo el sol sufrió tal espanto que cerró los ojos y volvió el rostro, cayendo una gran oscuridad sobre la tierra. El frío creció raudo como el viento del norte y congeló el planeta entero, sumergiendo toda su superficie bajo una gran cubierta de hielo. El frío y la oscuridad desterraron la vida y convirtieron la tierra en un desierto sobre el que sólo rugía una interminable tormenta pavorosa y mortal que engrandecía la altura de los glaciares.
Entonces los demás planetas gritaron al sol con gran pena y le rogaron que devolviera la vida a la tierra y el sol condescendió pero, como la semilla nacida de la tierra le había defraudado, decidió enviar una semilla que aportara mayor equilibrio y justicia a los nuevos seres. Por ello envió desde su corazón una piedra pura que cayó sobre la gran corteza helada como el puño del creador, quebrando el hielo cual si de una copa de cristal se tratase. Los volcanes y el magma terrestre hallaron así un lugar por donde escapar a la tremenda presión y despertaron, lanzando sus ardientes mareas y deshaciendo en oleadas cálidas el helor mortal. Generaron nuevas formas, hijas del sol y de la tierra, para siempre separadas y complementarias, sólo unidas por la fuerza vital del amor, capaz de trascender barreras, impedimentos y limitaciones, capaz de alcanzar equilibrio y armonía entre los opuestos.
- Hermosa metáfora.
- Sí, Mahatma, la vida como resultado de la unión de materia y antimateria. La energía resultante de la desintegración sería el germen de las partículas subatómicas, los seis quarks. Y, de lo ínfimo a lo inconmensurable, desde las estrellas de neutrones a las gigantes estrellas azules. Ello supondría un universo eterno y en continua expansión, infinitamente, en lo microcósmico y lo macrocósmico, tanto hacia dentro como hacia fuera.
- Siendo según cuando y donde. Cada forma de existencia adaptada a un ecosistema, a un espacio-tiempo, donde desarrollarse en plenitud.
- Y cuando se le desarraiga, sufre, se transforma.
- Muta, evoluciona.
- Yo, como Darwin, soy partidario de la adaptación.
- ¿Por qué no? Y cuando la adaptación no es posible, muere.
- “Entre todos le mataron y él solito se murió”, dice el proverbio. ¿Qué sucedió después con Kavir y nuestro pastor?
- Kavir decidió acompañar al pastor, pues él no había cumplido el mandato todavía y consideró una invitación el encuentro y excelentes la ocasión y la compañía. Caminaban al lento paso de la vaca y Kavir se sorprendió mucho porque parecían seguir una estrecha franja verde de pequeños matorrales que no abandonaban pese atravesar pedregales áridos y tórridos, calcinados por las altas temperaturas y la carencia absoluta de sombra, o las dunas arenosas calientes como brasas. Al fin de la jornada, cuando el sol desaparecía tiñendo el azul en rubíes y esmeraldas, la vaca se detenía en oasis solitarios donde sólo ellos tres gozaban de noches frescas. Podían lavarse debidamente y recitaban la plegaria Tahajjud a la luz de las estrellas, cuando los demás duermen, que es una de las tres excelencias que reveló Alá al profeta durante su viaje a los cielos, junto con alimentar al hambriento y la difusión de la paz. Al fin de la cuarta noche, Kavir preguntó al pastor si conocía el camino por el que andaban. El pastor rió divertido y respondió:
- Yo no sé nada. Es ella la que nos lleva, ella es mi guía hacia mi destino.
- ¿Y cómo sabe adónde vamos?
- Porque yo se lo dije, claro.
- ¿Habla la vaca?- insistió incrédulo Kavir.
- Al Bakara tatakalam– respondió sonriente el pastor.
- Que, en árabe, sería: “la vaca habla".
- Exactamente, Mahatma. Kavir se quedó dudando de la seriedad y buen juicio del pastor, pero anduvieron por ciudades y aldeas hasta alcanzar al fin la ciudad santa. Dejó el pastor a la vaca como quien deja a su madre, con sollozos, abrazos y besos, y marcharon con la corriente humana hacia el zazam, el pozo donde beben los peregrinos. En el recinto de la Meca, apedrearon al maligno como los demás fieles y siguieron el fluir de la corriente humana hacia el tabernáculo de la Piedra Negra, la Kaaba propiamente dicha.
Al llegar al Hatim, el muro semicircular bajo y grueso que al noroeste circunda la sacra tienda, las filas se apretaban y Kavir vió consternado que le separaban del pastor sin que pudiera luchar con la enorme ola que les conducía casi en volandas. Llegaron así al Hijr, el espacio contiguo a la Kaaba, por separado. El pastor llegó ante la Piedra Negra veinte o treinta peregrinos antes que Kavir y éste vió que, ante ella, súbitamente, el pastor arrancaba a reir a carcajadas, apretándose el vientre con grandes aspavientos y muecas grotescas, retorciéndose y pateando el suelo, golpeándose los muslos y convulsionándose ante el pasmo y pavor de los demás fieles.
Se hizo un tremendo silencio a su alrededor. Los fieles peregrinos le miraban aterrados por la blasfemia, primero con murmullos de desaprobación, después con insultos de reprobación, empujones, zarandeos, golpes y, al fin, descargando su ira sobre el pastor con las mismas piedras que habían servido para lapidar al diablo, le quitaron la vida allí mismo, donde él anhelaba, junto a la Piedra Negra.
Kavir consiguió llegar a su lado justo para abrazar su cabeza con pesar y oir sus últimas palabras: “¿Ves, amigo, cómo sabía llegar hasta ella? Ahora vuelvo con mi sangre, con mi familia, a mi mundo...”. Y murió con la cara roja por la sangre y los ojos henchidos de júbilo.
Julio 2003
Carlos Acózar i Gómez
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